«Juicios a las brujas y otras catástrofes» de Walter Benjamin

Cuando leemos libros, solemos hacerlo con rapidez. Ni siquiera quienes trabajan interpretándolos carecen de la presión por terminarlos. Es que, contrariamente al deseo de algunos «mediocres», estos tiempos de exitismo y productividad nos dicen que leer bien es leer en gran cantidad. Así como antes eran los cursos de lectura veloz, hoy los desafíos de lectura son la moda. En tiempos oscuros, la gente se obliga a leer. Bajan una aplicación en su teléfono y ella pondrá las metas y las tareas para cumplir el desafío. No faltan las alarmas que les recuerdan que es hora de abrir de un libro. Todo esto con un solo objetivo: tener un recuento mensual o anual de lecturas tan abultado como se sueña una cuenta corriente. Menuda compensación.

En esta obsesión competitiva, olvidamos que leer va más allá de unas letras en un papel. Quienes tienen una relación más carnal con los libros, saben que es así. Si se mira con atención, cada página y cada palabra llevan una carga muy pesada. La historia de sí mismas crea un espacio único. También, hay referencias, unas explícitas —como las citas— y unas más tácitas. Los autores, muchas veces, hacen guiños o gustan de dejarnos sorpresas entre líneas. Para apreciar aquello, eso sí, no solo hay que tener cierta pasión por la lectura, sino mayoritariamente por una lectura lenta. Conocer un texto requiere entablar una relación con él y con su autor. Hoy, en cambio, nuestra superficialidad nos lleva a la grandilocuencia, abandonando lo microscópico a su suerte.

Walter Benjamin: el lector de lo pequeño

Walter Benjamin, precisamente, refleja esa lectura intensiva. Podemos verlo en las fotografías practicando una lectura que perfora el papel. Lee hacia abajo, hacia la profundidad del texto. No como lo hacemos hoy, por la superficie de las letras. Sus preocupaciones eran muchas. Lo atraía el arte, los libros, también la política y la revolución. Todas esas cosas, Benjamin las abordaba con una mirada general, pero sobre todo microscópica. Su delicada atención lo llevaba a coleccionar cuadros pequeños, postales, libros para niños, juguetes, revistas y pasquines. Asimismo, esto lo volcaba en su trabajo escrito. En su crítica literaria defendía libros que eran considerados usualmente como frívolos. Él inició una tendencia hoy casi trillada: analizar lo marginal, lo desplazado, lo que consideramos indigno o irrelevante.

Benjamin estaba muy interesado en la tecnología. El cine y la radio se habían vuelto una pasión para él. Según creía, las capacidades técnicas de su tiempo permitían trabajar el montaje de sonidos e imágenes. Esto daba infinitas posibilidades a la hora de jugar con la percepción temporal y espacial. Cosas que ya el cine había trabajado, pero que en la radio habían quedado limitados —según él— al mero consumo pasivo de programas. Como medio de comunicación, entendía el potencial de la radio como herramienta educativa. Como arma política, en cambio, previó la aparición de la propaganda antes del nazismo. Con el afán pedagógico e innovador que lo inspiraba, Benjamin trabajó en una serie de guiones. Estos fueron transmitidos en un programa radial entre 1927 y 1933. Algunos de esos guiones son los que Ariel Magnus ha reunido en Juicios a las brujas y otras catástrofes.

Un montaje de varias voces

El título no pertenece a una obra de Benjamin. Es una selección «arbitraria» de su traductor y recopilador. El título, entonces, ya da cuenta del carácter fragmentario, histórico, montado si se quiere, de cualquier texto escrito. Para este caso concreto, la ignorancia podría llevarnos a pensar equivocadamente. Solo después de una revisión inicial entendemos que no se trata de texto escritos propiamente tal. Es decir, fueron escritos y luego leídos en voz alta. Hoy los tenemos aquí, como capítulos en la historia de la radio. Un montaje de fragmentos pensados para ser transmitidos en la radio alemana antes de la segunda guerra mundial. A primera vista, parecen capítulos pequeños de un libro. Luego caemos en cuenta de que no lo son.

Lo que vemos, entonces, parece ser un montaje de historias inconexas. El compilador, en un acto absolutamente benjaminiano, crea un montaje para darnos un sentido. La obra de este segundo autor es, en este caso, evidenciar el hilo que une a esas narraciones. Por medio de la recopilación y traducción se nos muestra entonces una obra que no es de una sola voz sino de varias hablándonos al unísono. Esto porque, si bien Ariel Magnus nos trae a Benjamin al presente, los textos compilados traen también a otros escritores, memorialistas y testigos de su tiempo. Tal y como pasa con las historias de «El terremoto de Lisboa» y «La inundación del Mississippi de 1927» Esa transposición temporal conforma el coro de esta maravillosa pequeña joya. Se unen así las voces del traductor, Walter Benjamin, las citas de otros autores, los testigos presenciales y los años en que esos hechos sucedieron.

Las catástrofes y el poder

Hay entonces, en esta obra, un sentido. El hilo que se nos ha querido mostrar tiene un mensaje que juega en un doble ritmo. El primero, general si así se quiere, es el de cómo notamos que a veces lo que parece terrible puede ser constructivo. Sin un afán vanguardista, Benjamin valora la destrucción, pues puede entregarnos cosas invaluables. Sin la gran erupción del Vesubio, por ejemplo, jamás habríamos podido acceder al conocimiento de la vida privada de la antigua Roma. Algo que el mismo Benjamin comprendió al visitar Pompeya. De este modo, nuestro conocimiento de hoy, puede basarse en las catástrofes de ayer.

El segundo ritmo entronca con la preocupación por lo marginal. Así, Benjamin nos deja ver que aquel a quien muchas veces vemos como un delincuente, puede contener simbólicamente un mensaje emancipador. Las brujas, por ejemplo, eran enjuiciadas y perseguidas cuando realizaban prácticas que entre los hombres eran consideradas positivas. Asimismo, el asaltante de caminos medieval permeaba en las narraciones populares como héroe. Benjamin se preguntaba por qué un delincuente podía convertirse en héroe al entrar en la ficción. La respuesta, al menos para él, parecía obvia: porque permitían sentir a los comunes que había forma de escapar a la opresión del poder. He ahí lo que Benjamin más recalcaba en la radio. El fin de sus transmisiones debía ser el educar a los jóvenes para que entendieran las debilidades del poder. Algo muy presente en su relato sobre la toma de la Bastilla. Tomarse una cárcel casi vacía puede hacer caer a un monarca, porque cuando la gente se rebela contra el símbolo del poder, la barrera más importante ha desaparecido: el miedo.

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