El turista cultural viaja para conocer museos, bibliotecas y librerías. A diferencia de ese turista que vemos en todas partes, ese que toma fotos de lo mismo que aparece en las postales, se enfoca en espacios diversos. A veces señalados en los libros que más le gustan, esos espacios se vuelven lugares de peregrinación intertextual. Estar en el lugar donde Joyce escribió su Ulises, puede volverse algo parecido a Santiago de Compostela: un sitio al que se camina para compartir el aura de la epifanía que ahí tuvo lugar.
Todos sabemos que tal diferenciación —entre el turista cultural y otros tipos de turistas— es falsa. El turismo, no importa lo que digamos, siempre será turismo. Nos inventamos tipologías y clasificaciones para ubicarnos en espacios de privilegio y distinción. Lo hacemos no solo porque queremos huir de la posibilidad de ser iguales a los otros, sino también porque arrancamos de la posibilidad de hacer aquello que odiamos. Para muchos, el turismo es una práctica negativa, anclada en el consumo irracional, liviano y superficial. Sobre todo quien es un dedicado consumidor de cultura, pretenderá que aquello que hace no es turismo. El turista cultural siempre será, para sí mismo, una especie de pionero que abre senderos. La verdad, en cambio, es que sigue siendo un turista.
Turismo sin glamour
No hay, entonces, turismo cultural. Quizás es mejor reconocer que sí existe, pero que carece de todo el glamour que sus practicantes suelen achacarle. A fin de cuentas, no hay mucha diferencia entre quien peregrina a conocer un Estadio de Fútbol y quien lo hace para conocer una librería. El objetivo siempre es el mismo, recorrer y tocar esos espacios marcados, esas locaciones en que el mito se desarrolló. No hay ejemplo más grande que los estudios Abbey Road, donde The Beatles grabó y tomó la fotografía del álbum que lleva ese mismo nombre. Hoy, personas de todas partes del mundo van personificadas de los miembros de la banda y todo para fotografiarse en la misma disposición. No hay diferencia entre ellos y quien recorre las librerías del mundo. Eso, al menos, es lo que parece decirnos Jorge Carrión en su ensayo Librerías.
Un tejido de historias
Carrión decide exponernos, a partir de su propio viaje por el mundo, cómo las librerías se van convirtiendo en esos lugares de peregrinación. Inicialmente, la narración parece un tanto sencilla. La enumeración de lugares y autores parece reiterativa y falta de análisis, pero la verdad es que no es así. Con un ritmo realmente ágil y embriagador, va entretejiendo diferentes hilos con una soltura que llama la atención. Aunque pueda parecerlo, Librerías no es una lista de lugares. El autor va sumando a su reflexión la historia de cómo se ha construido la historia de esos maravillosos espacios, al mismo tiempo que forman parte de la historia de la literatura y del mundo. Esa coreografía se percibe entre una interminable mención de autores y libros, mención que sabemos es solo superficial. Adentrarse un poco más abajo de la superficie daría para escribir una obra interminable, una biblioteca entera.
El librero
El comienzo es magistral. Librerías capta nuestra atención centrándose en la imagen del librero. La historia de Jakob Mendel, el judío que vendía libros y que tenía su catálogo en la memoria, es la que abre las historias viajeras de Carrión. El librero se vuelve así en la punta de la madeja. Ellos se vuelven en personajes de transición, vasos comunicantes entre mundos muy diferentes. La librería se constituye así como el espacio donde el catálogo del librero es su propia versión de sus gustos y manías.
Lo diferente es que, más allá de ser un hombre dedicado a la literatura, es también un ser que vende esos libros. Ese aspecto comercial lo unifica con el del editor. Muchos de esos libreros, dice Carrión, serán también editores y las librerías, editoriales. De ahí que esos espacios fueran constituyendo sus marcadores a partir del tránsito de los escritores. Así, a la historia de Sylvia Beach y la ya conocidísima librería Shakespeare & Company, le toma al autor un capítulo completo, pues revela una historia maravillosa de cruces de momentos y personas. No solo en lo que se refiere a los escritores que por ahí han pasado y siguen pasando, sino también a los libreros mismos.
La fuerza mítica del lugar
El hecho es que no solo de los libreros nacen las librerías. El recorrido del autor nos lleva a diversos lugares y en varios de ellos vemos cómo el escritor y el librero se mezclan. Ese, al menos, es al caso paradigmático de Lawrence Ferlinghetti, el poeta dueño de City Lights, de San Francisco. Personaje tan único como puede ser cualquiera de los viejos representantes de la generación beat, su negocio es parte del alma cultural norteamericana. Un caso sin duda interesante, pues como el mismo Carrión comenta aquella es una «cultura que si por algo se caracteriza es justamente por su producción de mitos contemporáneos». He algo destacable, pues los lugares se constituyen en la parte empírica del mito. Los beats han muerto, su tiempo ha pasado, pero ahí sigue estando City Lights. Viajar hoy y conocerla es, de algún modo, conectarse con esa generación de escritores.
En todo caso, las personas se mueven. Por lo mismo los lugares no son excluyentes. He ahí que el autor del ensayo decide regalarnos su visión sobre Tánger. Para muchos, la ciudad marroquí cumple un rol fundamental. Para otros quizás ha pasado inadvertida, puesto que en estos tiempos los polos culturales son otros. Muchos fueron los escritores que pasaron por ahí y concentraron su relación de escritores, editores y libreros con la Librairie des Colonnes. También fundada por extranjeros y que hacía las veces de enclave occidental en pleno mundo oriental. Los beats, que no solo influyeron en Estados Unidos, pasaron también por Marruecos y derramaron ahí parte de su historia mítica. Pasaron a ser marcadores de un espacio.
La historia paralela
El conflicto entre realidad y ficción se manifiesta a lo largo de todo el libro. Incluso para el presente, cuando el autor nos habla de los riesgos de una popularización excesiva de las librerías, la creación de marcadores siempre se relacionan con el comercio. Relación complicada, qué duda cabe, sobre todo para quien cree que se dedica a algo noble. La tensión entre lo real y lo mítico puede parecer negativa, pero es insalvable. Quizás Carrión lo reconoce al asumirse como un consumista más, pero autoconvencido de cierta sofisticación que entrega lo literario. De ahí que también mencione lo molesto que puede ser que un espacio sea reconocido como el campo de acción de determinadas personas famosas. Algo que no es ajeno a nuestra realidad y que en el libro también se nota. Al hablar de Chile, al visitar Chile, lo único que vemos es Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Violeta Parra. Como si Chile pudiera resumirse así.
Así, la fuerza mítica de los lugares y las personas se va convirtiendo en una historia paralela. Ella se fundamenta en la selección y fragmentariedad. El tiempo disgregado se convierte en espacios disgregados. Aquí vivió tal y cual, aquí murió tal y cual. Aquí este conoció a este otro. Como alfileres en un mapa de viaje, el mito se crea en la medida que tratamos de aprehender un espacio universal. Aun así, evitar tal aparición de un relato mítico es imposible. Toda selección de momentos, historias y personas implicará la redacción mental y social de un nuevo mito. Escapar a ello no fue la intención de Jorge Carrión y eso queda claro. Librerías resulta ser un texto engañoso por lo mismo, simple en su narración, es de esos libros que no terminan nunca de leerse. Podríamos decir que, en sí mismo, replica a una librería de papel, una versión impresa de Jakob Mendel.


Deja un comentario