La estética como punto de partida
En 1970 el académico húngaro André Reszler publicó su primer libro: La estética anarquista. Su esfuerzo valía la pena, puesto que la tradición anarquista se había vuelto fuerte en el arte contemporáneo. A pesar de eso, la historia del propio movimiento político convertía aquel hecho en algo extraño. No era desconocido para nadie que los viejos adalides del anarquismo no habían sido amigos del arte. El siglo XIX había consolidado la idea de que las practicas expresivas y creativas eran propias del mundo burgués. Reszler, entonces, abría el camino que llevaría a la resolución de un conflicto de más de cien años.
Sobre el arte, los fundadores escribieron bastante. Godwin, Proudhon, Kropotkin, Bakunin y Tolstoi dedicaron varias páginas a la práctica artística. A pesar de eso, no hay pensamiento estético alguno. Reszler debe esforzarse por encontrarlo y reconstruirlo. Tuvo que leer entre líneas para encontrar el hilo de Ariadna que le indicara el camino. Con todo, las apreciaciones específicas de cada autor son más bien contradictorias. Por un lado, afirman una clara sensibilidad antiautoritaria. Por otro, le otorgan al arte una función propagandística, decorativa y utilitaria a la acción revolucionaria. En palabras del propio Reszler, aunque eran progresistas obsesionados con el futuro, en lo estético eran más reaccionarios que el peor de los conservadores.
El gran conflicto
Esta contradicción tan terrible acompañó al anarquismo por todo el siglo XIX. De ahí que los propios fundadores del movimiento, obnubilados por la movilización social, la liberación de los trabajadores, la instalación del sindicato como forma mínima de organización federalista y la fantasía de un mundo comunitario medieval, rechazaran terminantemente todo atisbo de vanguardismo artístico. El propio Courbet, que se sentía la expresión plástica del pensamiento proudhoniano, se mantuvo en el realismo social. Reszler entiende que esta estética cumplía el rol utilitario que Kropotkin le otorgaba, pero también nos hace notar que aquello alimentó una posición muy cercana al marxismo. Frente a esto, no parecía haber mucho problema, excepto que la definición de un arte único parecía contradictorio con un pensamiento político que abogaba por el federalismo, la dispersión y la autogestión. Un solo arte legitimo parecía absurdo.
Con el fin del siglo XIX esta situación, nos cuenta Reszler, parece cambiar. Poco a poco, los artistas comienzan a sentirse atraídos por el principio libertario del anarquismo. El individualismo se volvió en una gran bandera que, en manos de Oscar Wilde, reivindicaba una estética de lo único. El rechazo al arte comunitario nunca fue mayoritario en el anarquismo, pero comenzó a ganar adeptos. Grupos como El Arte Social, insistieron de todos modos en los criterios unificados sobre el arte. Aun así, defendieron una apertura a todas las visiones posibles. También Bretón y Trotsky, aunque defendían una política soviética de centralización económica, insistían en que en términos artísticos y culturales debía primar la más absoluta de las libertades.
El arte contemporáneo
Cuando el autor de La estética anarquista publicó los resultados de su investigación, el arte ya no era lo mismo. La contracultura había madurado en los Estados Unidos, adoptando gran parte del romanticismo medieval del anarquismo. En la música, los cánones europeos antiguos habían sido desafiados varias veces y en la plástica la transformación había sido gigantesca. Desde el teatro a los happenings, se había pasado de un arte quieto (ese que odiaba Proudhon y Godwin) a uno en que el espectador era fundamental. Muchas de esas características provenían efectivamente desde el anarquismo, pero no desde el arte anarquista. No queda claro si Reszler entiende ese punto de inflexión como el nacimiento de la estética anarquista propiamente tal. Aun así, cabe señalar que ese es el momento preciso. Cuando los artistas comenzaron a pensar su arte desde los principios teóricos del anarquismo, completaron el asentamiento de su apreciación estética total.
Fue de ese modo que se superó el conflicto que se había planteado en el siglo anterior. Con el nuevo arte, ya no se podía argumentar una ilegitimidad o desviación burguesa. Se había transformado precisamente en lo que los fundadores habían soñado, pero porque ahora se concebía como un arma de rebeldía y no como un decorado, no como simple propaganda. Adquiriendo vida propia, demostró que podía cuestionar los discursos oficiales incluso en el mismo arte. De Duchamps a Rothko, pasando por John Cage, lo que se nota es la síntesis de la sensibilidad antiautoritaria, el anhelo de individualización y la popularización de la práctica artística. Lo complicado y que Reszler no aborda, es cuán relevante fue el capitalismo para la construcción de esa mera posibilidad.
Autenticidad y libertarismo
Los puntos de vista se pueden ver alterados — como la visión de mi ojo derecho — de forma repentina. Esos cambios pueden ser entendidos como frutos de un cuerpo extraño que desvirtúa la mirada original o como cambios de circunstancias sobre los que aprender. Reszler nos recuerda cómo la mirada de Bakunin, el adicto al cambio perpetuo, el destructor que no sabía cómo sería el futuro, se mantuvo vigente en las reflexiones de John Cage sobre la música y el arte. Esta actitud tan positiva hacia la adaptación al cambio es, a la larga, aquello que hace libertario al anarquismo. Los individuos deben tener libertad total para crear y expresarse. Los resultados de aquello son un desafío a lo pensado previamente. Podemos quedarnos abrazados a lo antiguo y ver en la transformación un vicio. También podemos mirar las nuevas circunstancias como oportunidades que nos mantienen vivos.
La reflexión de Reszler, aunque hoy ya un tanto incompleta, fue un avance en el asentamiento del individuo en el pensamiento libertario. No por nada se plantea como un contrapunto al autoritarismo marxista. Tomar la estética como inicio, es afirmar que la autenticidad es el punto primordial para pensar libertariamente. Esta autenticidad, en todo caso, es empática. El arte se entiende como un acto de expresión personal con efectos sociales. Por lo mismo, el individuo que actúa lo hace asumiendo que sus actos tienen consecuencias en los demás. El afán liberador del anarquismo, entonces, no puede caer en la definición de una legitimidad última que solo algunos pueden ver. Esto implica discusiones dolorosas para algunos, puesto que hasta el concepto de propiedad privada podría quedar trastocado. ¿Es la propiedad una expresión de la individualidad? El arte, en su perfil público, parece ponerlo en duda.


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