La eficiencia y la excelencia

Los conceptos se transforman a medida que los usamos. Esto sucede de forma espontánea, pero también podemos guiar esa transformación. Por eso, sobre todo cuando se trata de política, los conceptos se han vuelto un arma peligrosa. A comienzos del siglo XX, los fascismos que empezaban a florecer entendieron la relevancia de los conceptos y su comunicación. La propaganda se transformó entonces en la herramienta para guiar las transformaciones conceptuales en la arena política.

El concepto de eficiencia es uno de esos que han adquirido una valoración muy particular con el avance de los años. Después de la Segunda Guerra Mundial adquirió una connotación positiva de la mano de la influencia del capitalismo como parte de la cultura hegemónica. Aunque se le relaciona con el mundo de los negocios, la eficiencia esconde cierta ambigüedad que dio paso a una connotación un tanto negativa. Hoy, cuando el término es usado, se le relaciona mayoritariamente con la rapidez. Hay mucho de eso en su origen etimológico, pues la palabra eficiencia habla de la cualidad de terminar cosas. No hay en esa definición nada que se relacione con la calidad, sino solo con la velocidad.

Antes de la eficiencia, la excelencia era el término que ocupaba su lugar. Este es un concepto noble, que tiene una larga historia. Sus raíces están en los orígenes de la civilización occidental y contienen a la eficiencia, pero sumándole la importancia de la calidad. Por algún motivo, el término hoy ya casi no es usado, pero el de eficiencia sigue aflorando a pesar de que hoy no goza de buena reputación. En los tiempos de la inmediatez y la superficialidad, la eficiencia siempre será más necesaria que la excelencia, pero también es cierto que cada vez más se le exige a la primera que contenga rasgos de la segunda. Sobre todo cuando se trata de cosas como el uso de los recursos, la eficiencia puede contener mucho de excelencia.

Para ejemplificar, contaré una breve anécdota.

Recuerdo una vez a un amigo que trabajaba en un agencia del gobierno. Su tarea era evaluar postulaciones de otros ciudadanos para optar a financiamiento. Conocía la agencia y le pregunté por qué tenían esa fama de jamás cumplir con los plazos que señalaban. Él me miró extrañado y me dijo que la tarea de ellos no era ser eficientes, sino velar porque todo fuera realizado conforme al derecho.

Ahí noté que su concepto de eficiencia era flexible. Entendía que la eficiencia era la velocidad, pero ignoraba que los plazos para responder a las solicitudes eran impuestos por ellos. De algún modo, defendía la ineficiencia escudándose en la calidad del trabajo, pero sin recordar que ellos ni siquiera cumplían los estándares que ellos mismos publicitaban como propios. No había ahí ni eficiencia, ni excelencia.