La muerte del autor y las paradojas de la posmodernidad

Leí hoy, de camino a la oficina, un artículo de la escritora María Oruña. La columna se titulaba «La oscuridad» y comenzaba con una pregunta por cuya respuesta han caído imperios: ¿qué es más importante, el escritor o su novela? Para responderla, recurre a una anécdota divertida a la vez que ilustrativa. No voy a contarles la historia ─pueden leer el artículo─ pero sí les adelantaré la conclusión, pues de eso es de lo que en realidad quiero hablar.

Oruña es de esas personas, humildes y buenas de corazón, que creen que la novela es más importante que el autor. Al menos eso es lo que nos parece decir su historia tan simpática. Al usar el adjetivo «humilde» para calificarla soy sincero. Cada vez es más difícil encontrar gente que se tome el ejercicio de escribir como un proceso de aprendizaje que nos guía hacia la humildad y la sencillez. Antes, la piedad llevaba a los escritores a dedicar todo su trabajo a Dios. Era él, y nadie más, el responsable del éxito de la obra. Por lo general asociamos este ocultamiento (en «la oscuridad», diría Oruña) al medioevo, pues en el colegio se nos enseñaba eso. En esos tiempos «oscuros» el autor no existía y su aparición fue uno de los grandes «avances» de la primera modernidad. No tengo muy claro aún cuál es el orden lógico, pero convengamos por ahora que primero nació el individuo moderno y después una cosa llevó a la otra: la pérdida de la piedad a la pérdida de la religión y ésta a la pérdida de Dios; de ahí al egoísmo, el narcisismo y el nihilismo. Eso ha sido la secularización, que también es señalada como otro de los «avances» de la modernidad. Por eso no es para nada irrelevante que la anécdota que Oruña nos cuenta ocurra en una iglesia (insisto, lean el artículo y saquen sus conclusiones).

La posmodernidad en la que vivimos se caracteriza por la vivencia extrema de las paradojas como forma de vida. Eso solo puede ocurrir en un mundo previamente modernizado, en que el narcisismo y el nihilismo llevaron al ser humano a la neurosis constante. Solo ahí las personas pueden desear algo y lo contrario al mismo tiempo. De hecho, eso es lo que vemos cada día en nuestras grandes ciudades. En el mundo intelectual es lo mismo, pues los grandes pensadores de la posmodernidad adolecen de ser sumamente modernos, al mismo tiempo que rechazan todo atisbo de modernidad. Esta es otra de las grandes consecuencias de la secularización pues solo en la posmodernidad un autor que anuncia «la muerte del autor» se convierte en un «autor superventas». Disculpen mi falta de academicismo, pero creo que solamente se puede hablar de los tiempos posmodernos como los tiempos de la falta de coraje o, ya directamente, de los tiempos de la cobardía. No creo que en la Edad Media se haya declarado una epidemia de neurosis por no firmar las obras y se supone que aquellos eran los «tiempos oscuros».

A pesar de todo lo anterior, creo que hubo una modernidad más seria, una con los pies en la tierra. Fue quizás en esos tiempos en que no todo estaba sujeto a las lógicas del comercio. Quizás me equivoco, pero tengo la impresión de que en tiempos más sencillos era imposible que el exceso lo arruinara todo. Hoy, entre la abundancia y la interconexión globalizante, hasta el éxito es anhelado con una ambición excesiva. Aun así, a veces uno tropieza con autores que entienden la vida desde la austeridad y que asumen que su trabajo los trasciende y refleja las carencias y errores sobre los que hay que trabajar. Ellos poseen continuidad con la tradición literaria más remota, pues entienden que aunque son modernos por defecto, lo importante no son ellos. La anécdota que nos cuenta María Oruña repite una historia que es casi un tópico: la gente (lectores, espectadores, o lo que sea) nunca se acuerdan del autor, pero siempre recuerdan la historia. Por eso confunden a los actores y nunca reconocerían en la calle al escritor detrás de sus libros de veraneo.

Esto, obviamente, opera siempre en un cierto nivel de inconciencia. Es decir, la literatura necesita del lector ingenuo, pues a través de él se consigue el máximo despliegue de su capacidad de llevarnos al desengaño (o incluso al engaño). La función del crítico es fundamental, pero su lectura es desestructurante, ya que pretende conocer a cabalidad los mecanismos por los que la obra produce ese efecto. Ahora bien, en la medida que la lectura se vuelve una técnica de figuración social, el lector ingenuo y el crítico se funden en un tipo de lector sofisticado y elitista que es más apariencia que realidad. Este esnobismo o siutiquería diletante termina por diluir el efecto de la literatura, pues solo ahí el escritor adquiere más relevancia que la obra. De ahí surge el pedante que mediatiza lo que lee con tal de transformarlo en un equivalente a sus ropas exageradas o sus tatuajes. Esta fauna es la propia del mundo moderno, pero sobre todo de la posmodernidad que anuncia la muerte de los autores que, al mismo tiempo, son sus celebridades.

El trabajo racional que desarrollamos al escribir no tiene comparación. Por eso la literatura pone a prueba nuestras capacidades. Cuando leemos una novela no aprendemos nada, pero aplicamos cada una de las cosas que aprendimos de todas las otras disciplinas que estudiamos. He ahí otro de nuestros grandes fracasos, pues en el nivel escolar reducimos su estudio a la historia de la literatura. Al hacer eso la descuartizamos y le quitamos toda su complejidad. Podemos decir que en ella está todo de forma aplicada y para poder aprovecharla debemos experimentarla antes de analizarla en profundidad. No cabe duda de que un escritor que entiende su rol como secundario detrás de las historias que cuenta, aporta a la formación de esa racionalidad literaria. Lo es porque, a fin de cuentas, trabaja para desentrañar la verdad más que para seducir y la seducción suele estar dirigida a la fama personal.

De este modo, podemos decir que no es que el autor haya muerto, sino que en realidad ha nacido y sigue creciendo. El anuncio de su desaparición no es más que la conciencia de su aparición. Tanto es así que hoy hay quienes creen que el escritor es más importante que las historias que narra. Eso, en todo caso, es parte de una historia más larga que analizaremos a su debido momento.